Un viaje a la Médica
por Carlos Mateos Varela
Aquella noche no pudimos pegar un ojo. Mi madre nos dijo, a mi hermano y a mí, que íbamos a ir a ver a la “Médica de la Alfalfa”: Sabíamos que era una travesía muy larga a caballo, unos 30 kilómetros a campo traviesa desde Buena Esperanza a Tudcum. La posibilidad de cabalgar tantos kilómetros nos entusiasmaba sobre manera. Kirro y yo éramos chicos de 11 y 12 años aproximadamente y en ese entonces andar a caballo era una de las cosas más importantes de nuestras vidas.
Yo siempre dije orgullosamente que “antes de caminar ya sabía andar a caballo” ya que durante toda mi infancia cabalgue diariamente.
Con mi hermano pasamos nuestros mejores años de la vida, nuestra infancia, en Buena Esperanza, esa tierra iglesiana verde y fértil, en la ladera oeste del Río Jáchal, frente al pueblo de Angualasto. Cuna de recuerdos, de tantas travesuras. Momentos vividos de felicidad imborrables que me acompañaron durante toda mi vida.
Al día siguiente, y apenas despuntaba el sol, ya habíamos desayunado y ensillado nuestros caballos. El poder ver nuestras propias monturas frenas, vocales y cabestros; y hastías las alforjas con las iniciales de nuestros nombres, nos llenaba el pecho de orgullo y alegría.
En compañía de dos peones de la finca emprendimos nuestro viaje llenos de entusiasmo. En fila india, “bajamos a las vegas para luego tener que cruzar el Río Jáchal y después remostar de nuevo el transe de las vegas del otro lado hasta subir” al camino por el paso de “Chaleta”.
Con nuestros padres habíamos cruzado anteriormente el río cuando éramos muy pequeños porque en aquellos años, de principio de la década de 1950, no había un puente sobre el río que uniera Angualasto con Buena Esperanza. Pero esta vez era distinto porque antes “nos cruzaron”, mientras que ahora conducíamos nuestros propias cabalgaduras, con todos los riesgos y responsabilidades que esto representaba.
Cuando bajamos a las vegas del río fuimos abriendo huellas sorteando cortaderas, pájaro bobo, retamas, pichanas, etc. Tuvimos que sortear pantanos de barro podrido en donde los animales, si los descuidábamos, se enterraban hasta las “verijas”, lo cual era muy peligroso. Encontramos algunos panales de machorros que al pasar cerca y tocar los montes donde estaban sus nidos, salían embravecidos con intenciones de picarnos.
Teros, ibiñas y patos criollos volaban a nuestro paso y gritaban anunciando nuestra presencia. Sorteado ya todos estos obstáculos nos esperaba lo más importante en cruce del río “que bramaba” con su extraordinario caudal por esa época de deshielo de la cordillera y con su agua de color chocolate por las crecientes caídas más arriba.
Fue ahí antes del cruce cuando sentí la adrenalina en mis venas y unas ganas de cruzarlo rápido para que todo fuera más simple. Mi yegua, “la pituca”, al entrar al río, noté que tanteaba con sus patas delanteras el suelo antes de pisar firme. Su cabeza empezó a levantar a medida que el agua aumentaba y le llegaba hasta el pescuezo; mientras que a mi me mojaba las piernas y los estribos, cosa que trataba de evitar levantándolas hacia adelante.
Uno de los peones iba adelante, luego mi hermano, después yo y por último iba el otro peón. Los perros “liebreros” que llevábamos, nadaban a la par nuestra con su habilidad innata pero fueron a salir lejos de nosotros al llegar a la otra orilla debido a la fuerza de la correntada. Durante el cruce yo cerraba en parte mis ojos para no ver el agua y no marearme y por ahí nos mirábamos con mi hermano para darnos coraje y ánimo mutuamente. El agua chocaba al golpear contra nosotros y las gotas nos mojaban hasta los sombreros. Esto hacía reír a los peones que gritaban quizás para que no tuviéramos miedo o para que la situación realmente nos divirtiera.
Una vez del otro lado, bajamos a descansar, comer algo de los alimentos que mi madre nos había preparado y puesto en nuestras alforjas. Luego cinchamos las monturas y volvimos a cruzar la otra parte de las vegas y remontamos las barrancas de “Chaletas” hasta el camino de Angualasto. Desde ahí comenzamos a transitar una huella de lomas secas y campos semidesérticos desde donde vimos salir una liebre que nos hizo alegrar y ver correr a los perros tras ella por el filo de las lomas, bajar y subir una y otra vez; situación que también festejamos con gritos y silbidos. De pronto aparecieron ante nuestra vista los potreros de alfalfa, maíz y trigo. Ese lugar, precisamente donde íbamos, se llamaba “la Alfalfa”.
Pegadito a la loma estaba la casa de Doña Felipa. A ella le llevábamos unas botellas que contenían “las aguas” de mis padres y nuestras; para que nos diera su diagnóstico y tratamiento, cosa que a esa edad ni mi hermano, ni yo entendíamos mucho.
Doña Felipa en persona salió a nuestro encuentro al escuchar los ladridos de los perros y los cascos de nuestras cabalgaduras bajando las lomas. Enseguida se enteró quiénes éramos y, amablemente, nos hizo pasar a su casa. A mi hermano y a mí nos hizo pasar a la mesa y nos sirvió dos tazones grandes. Miré el contenido de la taza y le pregunté si era cacao lo que nos servía; Doña Felipa se largó una carcajada y dijo: “no mijo… es cocho, para que crezcan fuertes y sanos y no contraigan enfermedades”. Luego agregó “Menos mal que han decidido venir en un día con mucho sol y que no es una día viernes, porque yo ese día no atiendo”; nos dijo con una voz gruesa y firme. Mirándonos con esos ojos penetrantes, que es lo que más me impresionó de su personalidad a lo largo de los años en que la frecuenté posteriormente.
Después de examinar cuidadosamente cada frasco y dar un diagnóstico; y el remedio a cada enfermedad; pegamos la vuelta a Buena Esperanza con un cuaderno lleno de anotaciones de nombre de yuyos para curar nuestros males.
Pasaron varios años cuando la volví a ver a Doña Felipa, yo era Defensor de Pobres del Juzgado de Jáchal y desde mi despachó escuché un murmullo de gente conversando en el pasillo. Enseguida me dijo la secretaria que estaba Doña Felipa esperándome. El pasillo del juzgado se empezó a llenar de gente; también los empleados con curiosidad se acercaban.
Recuerdo que el juez de ese entonces le consultó por un problema de salud que tenía y ella, amablemente, le dijo qué tenía que tomar para curarse. El juez le dijo: “quédese tranquila Doña Felipa que yo nunca la voy a meter presa por lo que hace”. Yo que conocía el carácter de Doña Felipa me sorprendí y me quedé mudo. Ella, sin demorar, le contestó: “y por qué me tiene que meter presa, si yo no voy a buscar a la gente; la gente me busca a mí…” Se hizo un gran silencio en toda la gente al ver el fastidio que le causó lo que dijo el juez.
En esa oportunidad Doña Felipa fue a verme para que le hiciera una Información Sumaria para acreditar su nacimiento ya que no tenía partida de nacimiento. Cuando le pregunté cuántos años tenía me dijo: “no sé doctor. Sabe qué pasa… mis padres, cuando nací, me anotaron en una penca y después se la comió un burro”; y se largó a reír, lo que era muy raro en ella. “No importa”, le dije “esta es la oportunidad de quitarse unos años; dígale a un médico que le hagan un examen y le de un certificado con la edad aproximada. Aproveche y dígale 30 años de edad”. La verdad en ese entonces tendría 70 años. “Eso voy a hacer”, me dijo riendo picadamente.
Cuando se iba me dijo: “doctor, usted me hizo caso cuando le dije que coma cocho y no cacao”. Yo había engordado para entonces varios kilos porque había dejado el cigarrillo. Me quedé pensando cómo podía se que se acordara de algo que me había dicho cuando era un niño.-