Dos funerales
Los hechos se tejen bajo la tutela irresponsable de los que gobiernan con la violencia en la boca, o en la mano, da igual.
Creció vagando por esas barriadas del arrabal amargo que hacen de Buenos Aires un laberinto malevo. Su infancia tuvo el color de las privaciones. Aunque algunos días fueron buenos. La tarde en que su padre volvió del trabajo con una bicicleta al hombro. Una navidad en que su tío Alberto lo llevó con sus primos a conocer el mar. En la costa, casi todos los días fue feliz. Caminaba siempre como pensando o soñando. Vaya a saber con qué país de maravillas soñaba. De sus largos caminares fue testigo el sol, la luna y el viaducto de Sarandi, donde vivía con sus padres y su hermana. Terminó la primara y fue presidente del Centro de Estudiantes. Después candidato por el Partido Obrero a consejero escolar de Avellaneda. Suele suceder que el tiempo vuelve agrios los días de algunas personas. Malabares del destino lo pusieron en una protesta. Sucedió un día cualquiera, en cualquier lugar. Una, dos, tres cuadras, la manifestación ya terminaba, pero la velocidad de las cosas se maneja de un modo que acaso no podamos entender. Una bala envenenada recorrió el caño de un revolver disparado por un sindicalista alborotado. La historia ha dado a conocer una diversidad de mafias que hoy no podríamos clasificar sin caer en el error trágico de la historia apresurada. Pero los hechos se tejen bajo la tutela irresponsable de los que gobiernan con la violencia en la boca, o en la mano, da igual. Alguien cargó las balas. Las ideas combustionaron. Hubo fuego. Como sea, la bala dio en ese chico de 23 años que había soñado una patria de iguales. Su imagen se multiplicó en las pantallas de tevé. Al día siguiente los diarios lo pusieron en tapa. Fatal destino de los que no tienen poder: a los días el caso se diluía y el viento se llevaba la injusticia rumbo al triste riachuelo que lo vio crecer. Allí donde las palabras se ahogan a fuerza de existir. Un par de días después murió el ex presidente de la nación. La maquinaria se puso en marcha. La noticia voló de una punta a la otra y su nombre se borró con el codo hipócrita que suele usar la política para desdecirse. Honores y cortejos aclamaron el último adiós para el hombre que había gobernado el país. Uno murió rico, el otro pobre. Pronto, los argentinos seguirían su marcha rumbo a no se sabe dónde. Mariano Ferreyra, el chico asesinado, no sabría nunca que ahora su nombre viaja montado en el viento rumbo al río que ya nunca más lo verá pasar.
por Ernesto Simón