Tirano
(historia de un perro galgo)
Se iluminaron los ojos de esos dos pibes de siete y seis años de edad, cuando aquel regalo llegó a sus manos. Era un cachorro galgo de solo unos días de vida y apenas había sido destetado de su madre. Aquel pequeño perro galgo de color barcino fue la alegría de los dos hermanos, que apenas lo tuvieron en sus brazos salieron corriendo a su casa como apurados por empezar a gozar más rápido de su compañía.
Con el correr de los días el pequeño galgo empezó a demostrar carácter, viveza y la naturaleza innata de su raza, es decir reflejos, velocidad y olfato. Iba en persecución de cuanta gallina o gato pudiera existir en la casa.
A los pocos meses de tener el perro, los dos hermanos debieron volver a la ciudad a seguir sus estudios y vino entonces la dolorosa separación de su mascota con la que compartían sus juegos casi todos los momentos del día.
Ya de vuelta al campo, en el mes de Enero, el perro ya no estaba en la casa y con tristeza recibieron los chicos la noticia que les dio su padre: “se lo llevó don Alfredo Paredes para el campo, el lo cuidará y podrán siempre verlo cuando baje de la cordillera”. “Con el podrá cazar guanacos, vicuñas y avestruces en los cerros del valle del Cura y San Guillermo”.
Al poco tiempo el perro regreso con su nuevo amo, aquel viejo peón de la finca que cuidaba en la cordillera la majada de ovejas karakul, las vacas y la caballada. Don Alfredo era un ser especial, un criollo casi indio de tez morena, dentadura completa y cabellera espesa que así lo demostraban. Parecía que los años no pasaran para él. Era un hombre de pocas palabras, casi huraño, prefería el silencio de los cerros de la cordillera a bajar al poblado y compartir con la gente sus penurias, era feliz cada vez que volvía al campo, o sea, a las serranías de “Las Casitas”, “El Salado” y “Los avestruces”; campos a los que conocía como nadie. Y cada vez que se iba, al subir a su cabalgadura expresaba: “me voy para la buitrera”. Don Alfredo Paredes “el Chupino” como lo llamaban algunos, era un buen hombre que quería más a los animales que a las personas porque entre otras cosas ellos formaban “su mundo”. No conocía más remedio que los yuyos de la cordillera sobre los cuales era un experto como también todos los remedios caseros.
El día que con asombro los chicos volvieron a ver al perro, fue un día inolvidable para ellos. Por la calle principal de Buena Esperanza, allá en la entrada del pueblo apareció la majada de ovejas; eran más de tres mil de ellas. Negra se veía la calle como si se moviera la huella por la inmensa cantidad de animales, que como una marea negra avanzaba hacia el pueblo, hacía él desde la cordillera. Gritos de arrieros, validos, cencerros de yeguas madrinas y ladridos de perros ovejeros acompañaban aquella ruidosa manifestación que invadía al poblado. De los caseríos salía la gente alertada por los ruidos provenientes del avance de la majada hacia los corrales de Villa Honda.
Apenas el perro divisó a los niños empezó a saltar y ladrar y se confundió en un abrazo con ellos por aquel reencuentro. El perro que volvió se había transformado en un hermoso ejemplar galgo. Ya no era el cachorro que ellos conocieron. Ya no era “El Boby” que los niños recordaban; ahora el “El Tirano”, nombre que escogió Don Alfredo para su perro, vaya a saber por qué motivos. Quizás porque le daba al perro todos los gustos que este antojadizamente le exigía.
Conocieron los niños las andanzas del Tirano en la cordillera como experto cazador de guanacos y avestruces. Pudieron ver “las botas” de cuero de cogote de guanaco que Don Alfredo le hacía para que pueda correr entre los cerros “sin despeinarse”. Cuando ellos pudieron percibir la relación existente entre aquel perro y su amo se dieron cuenta que había nacido el Can para ser de ese dueño y viceversa. Existía una mimetización entre ellos, una simbiosis que era notable y única.
Pasaron los años y los dos niños ya adolescentes, en una oscura noche de invierno fueron despertados por golpes en la puerta de calle. Pudieron escuchar entonces que su padre hablaba con un policía que se apeó de su caballo en la puerta de calle. Sería las dos de la mañana y eso hizo que todos se despertaran en casa, entre ellos la madre y los dos hermanos menores. El policía traía la noticia de que unas personas habían encontrado en la cordillera la cabalgadura de Don Alfredo ensillada de varios días y que luego de buscar unas horas al jinete lo habían encontrado tirado en el suelo muerto. al parecer, ya hacía varios días. Tirano, su perro, estaba a su lado casi agonizando, casi muriéndose de hambre y sed.
La comisión policial que fue al lugar trajo al perro quien permaneció en la casa de Buena Esperanza en donde después de un tiempo se repuso. Pero un día desapareció del lugar y nadie sabía de su paradero; hasta que después de un tiempo llegaron dos peones que reemplazaron al difunto en el cuidado de los animales que pastaban en la cordillera. Traían al Tirano de tiro con un lacito de collar. A los pocos días el perro volvió a marcharse, y como la vez anterior volvió al campo, al lugar donde estaba la tumba de su amo. Pero esta vez lo encontraron al perro muerto, en la sepultura de Don Alfredo.
Con el correr de los años, habiendo sido uno de los niños de esta historia, y cumpliendo con mis funciones de juez con competencia en los departamentos Jáchal e Iglesia, recibí una solicitud por parte de Gendarmería Nacional para que autorizara a retirar una tumba que se encontraba en medio de la traza del camino que se estaba construyendo para una compañía minera que iba a establecerse en el Valle del Cura, pues obstaculizaba los trabajos.
Luego de dar la autorización y al saber el lugar exacto me di cuenta que la sepultura era la de Don Alfredo y El Tirano. Aquel lugar quedó para siempre con el nombre de la Sepultura.
Los recuerdos de mi infancia en Buena Esperanza volvieron entonces a mí y con ellos todos los momentos vividos junto a aquel perro que fue ejemplo de fidelidad a su amo más alla de la muerte.-
Carlos Alberto Mateos Varela.-**